El Concilio Vaticano II iluminó admirablemente la doble llamada, a la santidad y al apostolado, que dignifican la vida de todos los cristianos. En este contexto destacan los Institutos seculares como una nueva escuela de santidad, inconcebible al margen de la Iglesia comunión y de la Iglesia misión. Su identidad específica viene definida por la unión inseparable de dos ricos manantiales de vida cristiana: la secularidad y la consagración. Como, por otro lado, esta síntesis tiene sentido sólo en función de un apostolado más actual y oportuno, resulta que son tres los aspectos configurantes de esta nueva modalidad de ser Iglesia: - La vivencia de los consejos evangélicos, que, plenificando la consagración bautismal, supone una fuente de vida sobrenatural y de intimidad con Cristo que, por lo demás, conforta en las pruebas y llena de sentido y mérito cualquier sacrificio o renuncia. - El contacto directo con el hombre y la vida en el entero entramado social. El escenario del acontecer humano fue creado por Dios. Más tarde, la encarnación elevaría todo lo humano a la categoría de «lugar» en el que Dios habla y se nos revela; por eso todo lo humano viene a ser, para el hombre de fe, la «zarza ardiente» de la divina presencia. - El afán de ser testigos del evangelio creíbles y aun audaces, para la salvación de los hombres con quienes se convive. Al fundir consagración y secularidad se posibilita una vocación apasionante, propia de personas enamoradas de Dios, que han de vivir su entrega radical en pleno mundo. Si permanecen fieles, más que proclamar verbalmente el mensaje salvador, lo harán vida. Es el apostolado de testimonio, que puede hablar con incisiva elocuencia en los ambientes más dispares, incluidos los que han perdido la huella de Dios.