Cuando los diversos sabores dejan de oponerse unos a otros y quedan contenidos en la plenitud, aparece lo insípido, cuyo mérito es darnos acceso al fondo indiferenciado de las cosas y cuya neutralidad misma expresa la capacidad inherente al centro. En esta fase, lo real deja de hallarse «bloqueado» en manifestaciones parciales o demasiado llamativas y lo concreto se vuelve discreto para abrirse a la transformación. En el lugar común de lo insípido, se encuentran y se entienden todas las corrientes del pensamiento chino: confucianismo, taoísmo y budismo. Estas corrientes no lo enfocan de un modo abstracto o teórico; ni del modo opuesto, como algo inefable, con vocación mística. Lo revelan, principalmente, las artes de China: pintura, música o poesía. Al conducirnos al límite en que lo sensible se desvanece y se disuelve, la insipidez nos hace experimentar un «más allá». Pero esta transposición no desemboca en otro mundo de índole metafísica, aislado de la sensación, sino que desarrolla este mundo, el único, despojado de su opacidad y devuelto a su infinita disponibilidad para el deleite.