Oscar Wilde describió a Herbert George Wells como «un Jules Verne inglés». Wells nunca se lo perdonó. Porque, cuando éste creó su ingeniosa máquina del tiempo, no se limitó a trasladar a su inventor al año 802701 para que contemplara un Londres desconocido, una raza humana degenerada, un mundo en ruinas, producto de una «civilización» desmesurada y un progreso científico incontrolado. Apoyándose en un socialismo utópico, hay tras este relato una lúcida sátira de la sociedad capitalista de entonces, acaso trasladable a la de ahora, que, sin llegar a tan improbable siglo, nos ha puesto al borde de esa playa glacial que descubre el viajero unos milenios más allá.