Hablar de Dios es más necesario y más hermoso precisamente cuando ha dejado de ser una evidencia cultural. El creyente tiene la responsabilidad y el gozo de contar y de testificar el esplendor y la desmesura del Dios de la revelación.
Podrá hacerlo si es consciente de las posturas de quienes no piensan como él: ¿quién es el Dios al que niegan los ateos?, ¿qué aman realmente cuando niegan a Dios?, ¿qué piensan de Dios los miembros de otras religiones?, ¿cómo dar ante ellos razón de la propia esperanza?
El cristiano debe ante todo descubrir lo más genuino y original del Dios que le ha salido al encuentro. Por eso no puede dejar de plantearse algunos interrogantes fundamentales en la actualidad: ¿cuál es el nombre auténtico de Dios?, ¿a quién ama realmente cuando ama a Dios?, ¿quién es el Dios digno de ser creído?, ¿se puede decir que todas las religiones hablan del mismo Dios?...
El amor no puede ser argumentado. Ha de ser contado y testimoniado.