«No trato de convencer a nadie. No me propongo articular una apologética de la fe al modo clásico. Los tiempos de la batalla entre defensores y detractores han sido definitivamente superados. En las sociedades occidentales posmodernas y líquidas, creyentes y no creyentes vivimos en paz, aceptamos la pluralidad como un hecho, incluso como un valor, y juntos luchamos por un mundo mejor. Deseamos conocernos y comprendernos y, sobre todo, identificar los ámbitos de intersección que nos unen.
Tampoco me propongo hallar argumentos supuestamente científicos para dar legitimidad racional a mis creencias. Respeto al sentido último de la vida humana, a lo que verdaderamente nos espera después de la muerte, a la existencia o no de Dios, la ciencia no puede emitir un juicio certero, pues tal cuestión trasciende los límites de su metodología y también sus objetivos como saber humano.
Simplemente deseo expresar, en primera persona del singular, las razones que me inducen a creer en Dios o, mejor dicho, a vivir confiado en él. Se puede vivir legítimamente sin Dios en este mundo, pero también es legítimo enfrentarse a las grandes experiencias de la vida desde la fe en Dios» (F. Torralba).