Cuando Miguel Durán nació, a mediados de los cincuenta, en España se esperaba muy poco de los ciegos. En su pueblo natal de Badajoz, un niño como él, aunque feliz, tenía poco futuro. De modo que, a sus diez años, su familia se trasladó a Sant Boi de Llobregat y allí lo afiliaron a la ONCE. En el internado de Alicante de la entidad, Miguel Durán empezó a dar muestras de una vivísima inteligencia que, pocos años después, le tendría cursando la carrera de Derecho en Barcelona, al tiempo que trabajaba en una imprenta especializada en libros en braille.
A partir de ahí, el cielo era el límite: consiguió empleo como abogado, se casó ?pese a la oposición inicial de la familia de su mujer, vidente? y se implicó en la democratización de la ONCE. En 1985 fue nombrado delegado territorial en Cataluña y en 1986 director general de la entidad. En 1989 la ONCE se convirtió en accionista de Telecinco y poco después él fue nombrado presidente de la cadena. Compatibilizó el cargo con el de presidente de la cadena Onda Cero, también propiedad de la organización.
La proyección que consiguió para la entidad, el crecimiento del cupón (a costa de la Lotería Nacional), la apuesta por el mundo mediático, muy exitosa en ciertos ámbitos ?sobre todo el audiovisual y radiofónico?, pero un fracaso en otros, pasó factura, pero también lo convirtió en icono de una época. Hoy, décadas después de dejar la dirección general de la ONCE y la presidencia de Telecinco, Durán sigue siendo el ciego más famoso de España y un hombre hecho a sí mismo que tiene mucho que decir, y al que nadie ha regalado nada.