El señor Fitzroy Timmins y señora viven en Lilliput Street, una coqueta callecita cerca de Hyde Park. Es un vecindario muy refinado, y no es necesario decir que son de buena familia. Especialmente la señora Timmins, que es de Suffolk y pariente lejano del honorable conde de Bungay. Como cree que su cariñoso marido, que tiene un despacho de abogados más o menos próspero, nada en la abundancia, por una vez dejó de ser la poeta de los versos imposibles, de las rimas inverosímiles, y decidió organizar una cena con lo más exclusivo de la vieja sociedad londinense. Sí, quiso demostrar que en su pequeño pero confortable hogar de dos salones podía celebrar la mejor velada de la ciudad.
¿Veinte personas en una mesa donde tan sólo caben diez? ¿Qué hacer con las viejas amistades si no están «a la altura»? ¿Cómo proceder con los familiares menos favorecidos? ¿Y cómo conseguir vajilla para tanta gente? ¿Y el servicio? ¿Cocinero y mayordomo de alquiler entonces? Ay, las ínfulas de Rosa Timmins no pertenecen sólo a aquella época, son también de la nuestra, quizá de alguno de nuestros vecinos, de alguno de nuestros conocidos.
Chesterton decía que no puedes leer una página de Thackeray sin esbozar una sonrisa: aquí tienen los lectores un buen número de ellas. Es más, muchas veces no son sólo sonrisas, sino pura risa. La risa de aquel tiempo y de este tiempo. La buena literatura de cualquier época, ya lo sabemos, nos habla, sobre todo, de nuestro presente.