Más que ningún otro país occidental, España quiso apurar las posibilidades de la inteligencia en la acción política. Así es como
llegó al poder Manuel Azaña (1880-1940), presidente de la Segunda República. «Liberal, intelectual y burgués», Azaña,
desencantado de la vía reformista para la modernización del régimen de Alfonso XIII, promovió un republicanismo
intransigente. Había que integrar a los trabajadores, solucionar el problema --español-- de Cataluña, construir un Estado laico
y poner las instituciones al servicio de la nación. En una palabra, había llegado el momento de restaurar la equivalencia de
hombre libre y ciudadano español. Ésa era la dimensión auténtica de la República, un proyecto tan poético como político.
Cuando todo se vino abajo y a Azaña le tocó presidir una guerra civil, quien había soñado una España nueva llegó a escribir
que en aquellos años había «tocado el fondo de la nada».