Cuando el lector haya leído unas pocas páginas de este libro, le sobrecogerá la extraña sensación de encontrarse escuchando, tras la puerta del consultorio de un psicoanalista, la «confesión» de un «paciente». Esta sensación inicial de haber sorprendido a una persona mientras se desnuda, va convirtiéndose, a medida que avanza la lectura, en complicidad con el autor que, con la lupa del psicoanálisis, investiga en su vida y en su mente los motivos que le indujeron a crear, a expresar a través de la escritura. En algún punto de su monólogo con el analista, en cuyo silencio se identifica con el lector indiscreto, pasando éste a ser el verdadero destinatario de esta «limpieza», dice el autor, con razón, que los escritores no suelen someterse a «este maldito método en el cual hay que hablar interminablemente [porque] si uno se calla es peor [ya que] los psicoanalistas siempre piensan que es una resistencia que oculta algo sombrío, sucio». Pero Hinostroza, sí, ha asumido esa «angustia de haberlo dicho todo» y nos la transcribe en un intento muy notable de reconstruir el discurso oral previo, ese discurso sin pausas, ininterrumpido, balbuceante, hilvanado únicamente por los hechos que desentierra del inconsciente y la vivencia de estas revelaciones que le conducen a la elucidación del Enigma.