«Si queremos aportar algo trascendente a nuestra sociedad...ofrezcámosle hijos queridos, porque estaremos ofreciendo personas honradas, productivas, buenas y felices.»
Los padres proyectamos en los hijos nuestras expectativas, nuestras frustraciones, nuestras cuestiones sin resolver de la infancia y la adolescencia, nuestros «hubiera», nuestras
necesidades insatisfechas... Inconscientemente, esperamos que ellos se conviertan en una extensión de nosotros mismos, que cierren esos asuntos inconclusos. Eso crea una «parte oculta» en nuestra relación con ellos: ¿por qué ese hijo, ése en concreto, nos saca tan fácilmente de nuestras casillas, por qué nos desagrada, por qué estamos empeñados en cambiarlo, por qué lo presionamos con tanta insistencia para que haga o deje de hacer? Conocer esa parte oculta de nosotros mismos contribuirá a transformar los sentimientos de rechazo, rencor y, consecuentemente, de culpa, que pueden resultar devastadores, facilitando la emergencia del único sentimiento que sana, une y transforma: el amor.
Ser padre es una aventura que sólo termina cuando termina nuestra vida. Esperar que no volvamos a proyectar necesidades y sentimientos en nuestros hijos sería como suponer que dejaremos de ser humanos. Así pues, no se trata de que no suceda, sino de ser conscientes de cuándo pasa; sólo así podremos hacer algo para evitarlo y llenar de afecto la relación con ellos. Como debe ser.