Los griegos no consideraban la locura como patología, sino como posesión divina, una forma de conocimiento y una posibilidad de felicidad. Para Calasso la posesión no es exclusiva del mundo antiguo y, más allá de lo erótico, es un fenómeno perenne que se experimenta en los aspectos más elementales de la vida: «ocurre al despertar, al salir a la calle».