estos dos elementos se han combinado de tal manera que hoy el país trasciende el cliché. No queda prácticamente nada de los amerindios y los sucesivos colonizadores fueron dejando huella. Los españoles construyeron magníficos palacios e iglesias, los británicos planificaron el centro de La Habana y los esclavos africanos trajeron su cultura, cultura que sigue siendo el ritmo vital de la Cuba moderna. El aislamiento en que ha vivido durante la presencia de Fidel Castro está desapareciendo y cada vez apetece más conocer no sólo la interesante mezcla histórica que constituye la población cubana sino también la arquitectura y el clima, con sus días largos y soleados, perfectos para disfrutar de las playas o de los maravillosos paisajes caribeños.Al aterrizar en La Habana se tiene la impresión de haber llegado a una ciudad recién bombardeada. El deterioro de algunos barrios, la amenaza de ruina de bellas e inmensas mansiones y los mordiscos que el paso del tiempo y la falta de recursos dieron al Malecón, provocan la sorpresa del viajero. Pero, en contra de esa primera decepción, surge una atrayente atmósfera difícil de definir, que de inmediato hace posible el disfrute de la belleza de la ciudad más allá de la heridas causadas por las restricciones que padece. La Habana es un enjambre bullicioso que se pega en el alma de quien la visita, algo que busca siempre el que vuelve a Cuba. Bellos mulatos e impresionantes mulatas, rasgos orientales aquí e ibéricos allá, encantadores ancianos de apacible sonrisa, pillos en busca del dólar, escolares sonrientes y uniformados a la salida de las escuelas... forman una suerte de crisol de todos los colores que habla de una identidad forjada a base de pacíficos mestizajes.