Con un dominio del tiempo narrativo y una elegancia en el lenguaje el autor nos entrega una historia singular que se puede convertir en una hermosa metáfora. Un hombre desinteresadamente, a lo largo del tiempo y ajeno a cualquier crítica se dedica a plantar árboles en un erial. Su trabajo solitario y constante consiguen, con el tiempo, transformar el paisaje y a las gentes que lo habitan. Todo un proyecto de protección de la naturaleza y de reforestación. Un libro imprescindible para hablar de los bosques. No de la destrucción sino de la esperanza en la recuperación de la naturaleza.
Esta es una historia que los niños deben conocer porque tiene que ver con el futuro y la esperanza y también porque literariamente es hermosa. La escueta narración, con aliento poético, presenta un argumento muy sencillo: un hombre se retira a un pequeño pueblo inhóspito y casi desierto y comienza a plantar árboles, haciendo de esta tarea el destino de su existencia. Esta vivificación del campo que poco a poco no solo transforma el paisaje sino también a la gente que lo habita, se produce a los ojos del testigo-narrador que cuenta la historia y que acude varias veces a este lugar contemplando el milagro. El cambio se va produciendo ante su mirada y ante el lector que se convierte en espectador de esta resurrección. Los linóleos en blanco y negro son también capaces de transmitir este renacer de un territorio que parecía muerto. Junto a la narración literal, no se nos escapa una interpretación más amplia: la capacidad de las personas para transformar su realidad, con perseverancia, al margen de presiones o de otros intereses, la constancia y la fe en la posibilidad de mejorar la existencia humana. Una lección de vida y de literatura.