El Comité de las Regiones nace, junto a la Unión Europea, con el Tratado de Maastricht de 1992. Este órgano se crea para responder a las aspiraciones de los entes regionales y locales a ser reconocidos como actores del proceso de integración europea, pero también suple una exigencia de dicho proceso: su proximidad a los ciudadanos. Esta doble legitimación condiciona la función del Comité planteándole numerosos retos. Algunos derivan de su especificidad que conlleva la necesidad de aglutinar en un único órgano la heterogeneidad de los entes regionales y locales existentes. Otros son propios del proceso de integración, en continua evolución y sin terminar de definirse en un modelo concreto, por lo que al Comité, como órgano de naturaleza consultiva, le resulta difícil consolidar su posición en la estructura institucional comunitaria. En esta doble dinámica, el futuro del Comité de las regiones depende de su capacidad para trascender sus problemas internos y convertirse en el tercer pilar de legitimidad democrática del proceso de integración europea.