«Desde siempre he amado el desierto», nos cuenta Ana Tortajada en las primeras páginas de su libro. De niña, esta pasión tenía el toque romántico de la aventura. Ahora, después de haber vivido de cerca la tragedia de Afganistán, su experiencia en el desierto del Sahara se ha convertido en un documento insólito, que cuenta de cerca la vida del pueblo saharaui y nos habla de su peculiar manera de enfrentarse a la precariedad, denunciando la actitud distraída de muchos países hacia un conflicto que lleva años a la espera de una resolución. Con una pequeña mochila y una libreta a cuestas, Ana viajó a principios de 2002 a los campamentos de Tinduf, y durante un tiempo se instaló en las haimas de tela zurcida que componen el paisaje del desierto para compartir el día a día de las mujeres saha-rauis, para escuchar sus charlas, oír los cuentos que hablan de un tiempo pasado que fue glorioso, y conocer a fondo la realidad de un pueblo dispuesto a todo por defender lo suyo y recuperar la tierra que lo tuvo como dueño y señor. Iluminados por un sol inclemente y cosidos a la arena, han nacido talleres, escuelas y pequeños comercios que Ana visitó, disfrutando de la vitalidad de unos hombres y unas mujeres que han tomado el futuro en sus manos sin olvidar el peso de la tradición. De suscostumbres, de sus leyendas y sus ilusiones nos habla Hijas de la arena, un libro tan hermoso y vivo como esas plantas y esos pueblos que nacen en el desierto y siguen creciendo con voluntad asombrosa, aunque algunos se empeñen en olvidar que existen.