Las presas políticas rompen su silencio.
La boca me la rompieron tratando de hacerme tragar las octavillas que los
miembros de mi grupo habían regado por toda La Habana.
Después pasé tres días brutalmente asediada, encerrada en mi propia casa con
mis dos hijos, sin agua, sin electricidad, sin comida, sin cigarrillos. Oíamos
lo que los enormes altavoces no cesaban de amplificar, canciones alegóricas a
la patria, al castigo necesario a los traidores, y todo el que quisiera podía
gritar contra mí, organizadamente, claro, las consignas que le diera la gana:
«¡Compañera gusana, te vamos a fusilar!».