Julio Verne (1828-1905) fue encasillado enseguida como un gran
autor de novelas de aventuras geográficas y como un inventor de
instrumentos y materiales científicos que se adelantaban a su época,
desde el obús enviado a la luna hasta el submarino del capitán
Nemo. Pero bajo las aventuras y lo que podría denominarse ciencia
ficción hay un Verne que, además de responder a la etiqueta
de autor para la juventud, abre espacios «adultos». Porque
no hay que olvidar, como demuestra con toda claridad Miguel Strogoff
que, desde sus novelas, Verne se convirtió en defensor de todas
las minorías oprimidas, ridiculizó el enriquecimiento que
no saliese del trabajo o de la inteligencia. Sus «Robinsones»,
sus descubridores de mundos -y en cierto modo Miguel Strogoff, el correo
del Zar, lo es- están cargados de razones por un lado; y por otro
son portadores, dentro de una psicología sobria, de tipos humanos
verosímiles que encarnan valores primarios: espontaneidad, audacia,
capacidad de iniciativa, fidelidad a las personas, ideales que están
por encima de la prosa de la vida cotidiana. Y todo ello sobre un fondo
de defensas y denuncias sociales y políticas, tan ingenuas como
necesarias, que le convirtieron en un precursor de una literatura en la
que la imaginación es un dato más de la realidad. Sobre el
manto de nieve de las inmensas extensiones de Rusia y Siberia, Miguel Strogoff
protagoniza unas peripecias extraordinarias, con escenas de violento dramatismo
-como el cegamiento fallido del héroe de la novela- que Verne
potencia con gran habilidad y un singular efectismo.