Los años noventa nos han situado ante un proceso de globalización «desgobernada», con marcos jurídicos que garantizan sólo umbrales mínimos (a veces muy mínimos) de protección, frente a la inseguridad propia de los distintos mercados. El desgobierno de la globalización, el carácter socialmente excluyente y económicamente concentrador del nuevo modelo de sociedad de mercado, y el carácter ademocrático de las normas e instituciones que regulan la globalización, provocan el rechazo de amplios sectores de la ciudadanía.
En la búsqueda de nuevas formas más democráticas de participación social, la naturaleza excluyente, concentradora y desinstitucionalizadora del nuevo modelo de sociedad de mercado hace que sea necesario establecer parámetros diferentes que permitan no sólo superar las insuficiencias de la misma, sino más bien crear un nuevo modelo de globalización, esta vez, incluyente.
En este nuevo modelo de globalización será necesario establecer políticas que interrelacionen desarrollo social y económico, y que garanticen modelos incluyentes capaces de gobernar la globalización. Para ello es indispensable crear un nuevo contrato social que regule la relación entre Estado, sociedad y mercado, difundir y acordar reglas claras de aplicación universal que garanticen los beneficios de la globalización al conjunto de la comunidad, y establecer una institucionalidad supranacional coherente que aplique de forma eficaz estas reglas universales. Para ello el Estado debería adquirir un papel preponderante como actor social.