En los años setenta una familia argentina pasa sus vacaciones en un típico hotel-casino de la ciudad de Las Vegas. Mientras tanto, en su país suceden cosas. Pero en todas partes suceden cosas. Hay acontecimientos -hechos- cuya magnitud escapa a la pequeña escala del turismo trivial. Así, una llovizna, un golpe de suerte en la ruleta o un desfile de moda pueden ser señales de un fondo de tragedia que no está previsto en el folleto de viajes ni en el programa de vida de sus testigos.
Los protagonistas de La experiencia sensible, como toda su generación y las que la sucedan, fueron librados al mundo con la consigna de que «todo saber es especializado y que lo natural de la vida es que cada uno sepa lo que debe saber y nada más que eso. Así, los más felices entre sus contemporáneos pudieron vivir en plenitud ignorando hasta los nombres de las cosas y el sentido -si lo hubiera- de preguntarse por qué suceden. Ese mundo sólo exigía saber los ítem estipulados por el programa de estudios y los datos indispensables para la etiqueta social: qué vino debe servirse con el pescado, qué colores no ligan con el verde o con el marrón, cuáles son los balnearios m´´as recomendables y pocas cosas más. Compensando tanta tolerancia al no saber, ese mundo imponía el deber de poder todo... ¿Cómo podría un hombre, un verdadero hombre, confesarse a sí mismo "yo no puedo"?...», pregunta la novela, que desarrolla una hipotética respuesta: explotando las alternativas de un ámbito creado para el juego.