El atractivo, el estupor inicial que suscitaba el encuentro con Jesús de Nazaret era un juicio que se convertía inmediatamente en apego a su persona. Pero no era un apego sentimental, sino una manifestación de la razón que hace que nazca un juicio de estima y de apego por la persona que se tiene delante. De aquí brota una nueva moralidad: el cambio de la vida tiene lugar si se ama como Pedro amaba a Cristo, que no se atrevía ni a mirarlo a la cara porque lo había traicionado. La novedad de la vida reside en decir Tú a esta Presencia. Es necesario que se haga se desarrolle, crezca con nuestra voluntad y nuestra sensibilidad, con nuestra ayuda y nuestra iniciativa. Esa Presencia, a partir de la cual florece todo el mundo, es la Presencia por la que todos los hombres son perdonados, es decir, salvados: una Presencia que se llama «misericordia». Seguir a Cristo nos pone en las mejores condiciones para afrontar la realidad y para usar las cosas, caminando hacia el destino. Si no incide de este modo en nuestra vida, Cristo es algo que no tiene que ver con ella: quizás tenga que ver con la vida futura, pero no con la vida presente.