Todo es menos es un libro de surtidas provisiones. En los libros de esta naturaleza es donde más cosas se suelen echar en falta. En eso se parecen un poco a aquellas cantinas de pueblo de hace cuarenta años, que hacían las veces de ultramarinos, de ferretería, de estanco, de comercio mercero, de casino y, cuando el veterinario estaba de paso por el lugar, hacían también de consultorio pecuario. En ellas se olía a curtidoa y a vino. La estampa solía tener carácter, ver reunidas tantas cosas en una habitación por lo general angosta, ver lo bien que estaba todo abastecido proporcionaba al conjunto un colorido matizado y acogedor: las horcas y guadañas en un rincón, bacaladas, madreñas, tripas para la atanza y alpargatas de esparto colgadas de una viga, cordeles, costales de alubias, esquilones para el ganado, el mostrador de zinc, los veladores de mármol, las estanterías con las conservas, en fin, el género que solía reunirse en tales establecimientos. Al entrar uno pensaba: aquí hay de todo, pero si acaso quería pedir uno algo, un tubo de aspirinas o una botella de refresco, eso no lo tenían. Pidiera uno lo que pidiera, eso no lo encontraba nunca, para desconcierto general. En Todo es menos bien podría suceder algo parecido, aunque tampoco sería grave, pues al final uno termina hallando la manera de poder vivir sin necesidad de aspirinas ni de refrescos.
De manera que el lector de este libro, si lo hubiere, se encontrará seguramente, como en la cantina del pueblo, con páginas que no le hacen falta, en tanto echará a faltar algunas otras que creía precisar. Para esa clase de inesperados desengaños está bien echar mano de un lema como éste "Todo es menos", origen de las ciencias positivas. Sabiéndolo, ni al pedir pide uno más de la cuenta ni al ofrecer nos creemos lo que no somos, lo cual, por raro que parezca, y a poco sentimental que se vea, nos volverá a todos mucho más liberales e irreductibles.